lunes, febrero 05, 2007

Tercer Mito de Iranda

Mucho antes de que el mundo se quedara quieto, pero quieto de veras, no solo el tiempo, sino los árboles y las nubes y el ganado y el ladrido de los perros en el viento y las imágenes confusas y desperdigadas de los sueños de los hombres de Iranda. Mucho antes de que los mapas o los caminos pudieran ser precisados por alguien, o quedara resguardada en la memoria de las personas los lugares, formas y colores de las cosas. Mucho antes del diluvio mítico, Mucho antes de todo eso, Iranda era un pueblo ambulante. Las personas eran siempre las mismas y vivían siempre en las mismas casas, y salían siempre a la misma hora cuando los tañidos lúgubres de las campanas de la iglesia repicaban siempre a la misma hora de la tarde para llamar a misa, y los juegos de los niños eran siempre los mismos, y los nombres de las calles eran siempre las mismas fechas sin significado alguno, y todo era siempre lo mismo y tan distinto.

Iranda despertaba como si tuviera vida propia, como un viajero sin destino, a veces a un costado del mar, mirando la mañana luminosa y fresca. Entonces los hombres se embarcaban y tiraban sus redes, recordando como sus padres, y los padres de sus padres y todos los hombres desde el principio del tiempo, habían hecho lo mismo. Y en las noches se reunían con las mujeres y los niños alrededor de una fogata y se contaban historias de otro tiempo y escuchaban el arrullo de las olas y el sonido del viento sobre las aguas oscuras y contemplaban el luminoso blanco de la luna llena. Otras veces Iranda era un bosque, un bosque frío y eterno donde los hombres salían a alimentar sus rebaños y cortar los árboles ancestrales como todos sus antepasados lo habían hecho, como sus hijos lo harían. Y las mujeres trasquilaban las ovejas y tejían las ropa y ordeñaban las vacas y criaban las gallinas y todo era como siempre había sido. Cuando Iranda se despertaba en medio del viento seco y arenoso, incrustada en la montaña, como si durante miles de años hombres y mujeres invisibles hubieran cincelado aquellas paredes, sus habitantes se adentraban en los túneles que conducían a profundidades desconocidas y extraían oro y otras piedras, porque eso era lo que siempre habían hecho desde el principio del tiempo.

Porque nadie se daba cuenta de que Iranda no era un lugar, sino muchos a la vez, como si poseyera voluntad propia para escapar a su destino. Sus habitantes pertenecían a ella como sus hijos, pero Iranda no pertenecía a ninguna parte, es por eso que no existían las fechas conmemorativas, ni los monumentos o estatuas que recordaran otros lugares o cosas. Nadie se iba de Iranda, pero si alguien llegaba, se daba por entendido que siempre había vivido allí. Tampoco nadie lloraba a ningún muerto, no es que no murieran, sino que nada existía en la memoria de los hombres sino por obra de Iranda. La ciudad se soñaba a si misma en las noches de sus habitantes, se movía continuamente de un lugar a otro y sus habitantes sabían que todos los lugares eran la misma Iranda.

Mercedes Segovia había dado a luz un hijo en octubre. Las Jacarandas ya estaban deshojadas. Lo había concebido una fría noche de enero, y no había podido dormir aquella noche. Tenía apenas veinte años. El padre era un vendedor de todo lo que encontraba en sus viajes. Le había contado a Mercedes que había estado Iranda muchas veces, o mejor dicho, en muchas Irandas, como si después de semanas de caminar sólo pudiera llegar al mismo punto de partida. y, sin embargo, eran lugares distintos. Mercedes soñaba con los ojos abiertos mientras él iba contándole como eran aquellos lugares, mientras la besaba poco a poco desde la mano hasta el cuello, mientras ella se preguntaba como serían aquellas personas, si existiría otra Mercedes en otra Iranda distante y desconocida, si aquella otra estaría viviendo lo mismo en ese preciso instante, como si el mundo fuera una repetición de si mismo, como si se tratara de un espejo frente a otro dentro de un eterno reflejo de las cosas.
Mercedes Segovia sabía que algo era diferente en su hijo, lo miraba dormir, y el niño dormía respirando tranquilamente, pero era como si cada vez que lo viera, fuera un niño distinto, el hijo de alguien más. Le había contado a su madre la vez en que se despertó de madrugada porque había tenido un sueño confuso, donde se veía a si misma sin el hijo en el vientre, y en un lugar completamente distinto. Se despertó gritando porque pensó que el niño se le había muerto, pero no, seguía pateando y moviéndose dentro de ella, como algo ajeno. El sueño se repitió muchas veces mientras el niño aprendió a hablar, Mercedes se veía a si misma alejada de su hijo y se despertaba siempre con el miedo de no encontrarlo dormido en la cama, pero nunca sucedió, más bien aquel pequeño retraído nunca hablaba con nadie, y parecía siempre sorprendido por las cosas más comunes. Una noche Mercedes se despertó por aquel mismo sueño, pero creyó que era el niño quien la estaba soñando, se acercó rápidamente a la cama pero el niño estaba dormido, Mercedes lo sacudió porque pensó que estaba muerto. El niño entreabrió los ojos y miró a su madre -¿Qué estabas soñando?-Le preguntó y lo sacudió de nuevo -Nada- dijo aún adormilado. Mercedes Segovia lo supo entonces, que aquel niño concebido en lugares distantes de su imaginación, no soñaba. Porque su madre le había arrancado desde el momento de concebirlo la capacidad de soñar, o mejor dicho, de que Iranda soñara a través de él. Mercedes Segovia había imaginado aquella noche todos aquellos lugares existentes, pero que ni ella ni ningún habitante podían recordar a pesar de haber estado alli, y es que por primera vez alguien había imaginado a Iranda.